29 mayo 2010

La chica que soñaba con una cerilla y un bidon de gasolina. de stieg Larsson.

Millennium II
Prólogo:

 Estaba atada con correas de cuero a una estrecha litera con una estructura de acero templado. El correaje le oprimía el tórax. Se hallaba boca arriba.  Tenía las manos esposadas paralelamente al cuerpo.
 Hacía mucho tiempo que había desistido de todo intento de soltarse.  Estaba despierta pero con los ojos cerrados. Si los abriera sólo vería la oscuridad; la única luz existente era un tímido rayo que se filtraba por encima de la puerta.
Tenía mal sabor de boca y ansiaba lavarse los dientes.
 Una parte de su conciencia aguardaba el sonido de unos pasos que anunciaran la llegada de él. Ignoraba qué hora de la noche era, pero le parecía que empezaba a ser demasiado tarde para que él la visitara. Una repentina vibración de la cama le hizo abrir los ojos. Era como si una máquina se hubiese puesto en marcha en algún lugar del edificio. Unos segundos después ya no estaba segura de si se trataba de un ruido real o de si se lo había imaginado.
 Tachó un día más en su mente.
 Era el número cuarenta y tres de su cautiverio.
 Le picaba la nariz y giró la cabeza de tal manera que pudo rascarse contra la almohada.   Sudaba. En la habitación
hacía calor y el aire resultaba sofocante. Llevaba un sencillo camisón que se le arrugaba en la espalda. Al mover la cadera pudo atrapar la prenda con los dedos índice y corazón para irla bajando, centímetro a centímetro, por uno de los lados. Repitió el procedimiento con la otra mano. Pero el camisón presentaba todavía un pliegue en la parte inferior de la espalda. El colchón estaba arrugado y no era nada confortable. A causa de su absoluto aislamiento, todas las pequeñas impresiones, en las que en otras circunstancias no habría reparado, se intensificaban considerablemente. El correaje estaba lo bastante flojo como para que pudiera cambiar de postura y ponerse de lado, pero le resultaba incómodo, ya que entonces debía tener una mano en la espalda y se le dormía el brazo.
No tenía miedo. En cambio, sentía una rabia contenida cada vez mayor.
Al mismo tiempo, le atormentaban sus propios pensamientos, que se transformaban constantemente en desagradables fantasías sobre lo que iba a ser de ella. Odiaba esa forzada indefensión. Por mucho que intentara concentrarse en otra cosa para pasar el tiempo y olvidarse de su situación, la angustia siempre acababa por aflorar. Flotaba en el aire como una nube de gas que amenazaba con penetrar por sus poros y envenenar su existencia. Había descubierto que la mejor manera de mantener alejada esa angustia era imaginándose algo que le transmitiera una sensación de fuerza. Cerró los ojos y evocó el olor a gasolina.
 Él estaba sentado en un coche con la ventanilla bajada.
 Ella se acercó corriendo, echó la gasolina al interior y encendió una cerilla. Fue cuestión de segundos. Las llamas surgieron en el acto. Él se retorcía de dolor mientras ella oía sus gritos de horror y sufrimiento. También pudo sentir el olor de la carne quemada y otro más intenso, a plástico y espuma, producido por los asientos, que se estaban carbonizando.
 Es probable que se hubiera quedado transpuesta, porque no percibió sus pasos, pero se despertó nada más abrirse la puerta. La luz la deslumbró.
 Él había llegado a pesar de todo.
 Era alto. Ella ignoraba su edad, pero se trataba de una persona adulta. Pelo enmarañado de color caoba,
gafas de montura negra y una perilla poco poblada. Olía a colonia.
 Odiaba su olor.
 Permaneció callado al pie de la litera contemplándola durante un largo instante.
 Odiaba su silencio.
 Su cara se hallaba en la penumbra; ella sólo apreciaba su silueta. De repente le habló. Tenía una voz grave y clara que acentuaba cada palabra con pedantería.
 Odiaba su voz.
 Le dijo que, como hoy era su cumpleaños, la quería felicitar. El tono de su voz no resultaba ni antipático ni irónico. Más bien neutro. Ella imaginó que él sonreía.
 Lo odiaba.
 Se acercó más y bordeó la litera hasta el cabecero. Le puso el dorso de su mano húmeda en la frente y, con un gesto que tal vez pretendía ser amable, le pasó los dedos por el nacimiento del pelo. Era su regalo de cumpleaños.
Odiaba que la tocara.
Él le habló. Ella lo vio mover la boca pero se aisló del sonido de su voz. No quería escuchar. No quería contestar.
Le oyó elevar el tono. Un deje de irritación ante su falta de respuesta se había infiltrado en su voz. Le habló de confianza mutua. Al cabo de varios minutos se calló.
Ella ignoró su mirada. Luego él se encogió de hombros y empezó a ajustarle las correas de cuero. Le apretó el correaje un agujero más sobre el pecho y se inclinó sobre la joven.
 De repente, del modo más brusco que pudo y hasta donde las correas le permitieron, ella se giró a la izquierda, alejándose de él. Subió las rodillas hasta la barbilla e intentó pegarle una fuerte patada en la cabeza. Apuntó a la nuez y, con la punta del dedo de un pie, le dio en algún sitio por debajo de la barbilla, pero como él estaba prevenido, ya había apartado el cuerpo, de modo que todo se quedó en un ligero golpe apenas perceptible.
Intentó darle otra patada, pero él ya se encontraba fuera de su alcance.
Dejó caer las piernas sobre la litera.
La sábana colgaba de la cama hasta el suelo. El camisón se le había subido muy por encima de las caderas.
Permaneció quieto largo tiempo sin decir nada.
Luego dio la vuelta a la litera y cogió el correaje de los pies. Ella intentó subir las piernas pero él le agarró un tobillo; con la otra mano le bajó la rodilla a la fuerza y le aprisionó el pie con la correa. Pasó al lado contrario de la cama y le inmovilizó también el otro pie.
 De ese modo ella quedaba completamente indefensa.
 Recogió la sábana del suelo y la tapó. La contempló en silencio durante dos minutos. En la penumbra ella pudo sentir su excitación, a pesar de que él fingió no tenerla y de que no se la mostró. Pero seguramente estaba teniendo una erección. Ella sabía que él deseaba acercar una mano y tocarla.
 Luego él dio media vuelta, salió y cerró la puerta. Lo oyó echar el cerrojo, cosa completamente innecesaria, ya que ella no tenía ninguna posibilidad de soltarse.
Se quedó varios minutos contemplando el fino rayo de luz que asomaba por encima de la puerta. Luego se movió intentando hacerse una idea de lo apretadas que estaban las correas.   Fue capaz de subir un poco las rodillas pero tanto las correas de los pies como el resto del correaje se tensaron en el acto. Se relajó. Permaneció completamente quieta mirando al vacío.
 Aguardaba. Fantaseó con un bidón de gasolina y una cerilla.
 Lo vio empapado de gasolina. Podía sentir físicamente la caja de cerillas en la mano. La movió. Produjo un sonido áspero y seco. La abrió y eligió una. Le oyó decir algo pero hizo oídos sordos y no escuchó sus palabras. Vio la expresión de su rostro cuando acercó la cerilla al rascador. Oyó el chasquido del fósforo contra el rascador. Fue como el estallido prolongado de un trueno. Vio cómo todo ardía en llamas.
 Una dura sonrisa se dibujó en sus labios. Se armó de paciencia.
 Esa noche cumplía trece años.

6 comentarios:

  1. Rafa, he pasado por aquí para dejarte mi saludo y mi cariño, y desearte un buen fin de semana.

    De este publicación, he leído un poco y volveré para leerla entera, pues parece muy interesante.

    Un abrazo entrañable,

    Andri

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  2. Interesante y afamada obra. Muy buena exposición.Feliz Semana. Saludos

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  3. La Verdad es que parece muy interesante el libro. Un saludo. BertoManía

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  4. Hola Andri, me alegra verte por aquí, siempre eres bienvenida.
    Un abrazo.

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  5. hola Anrafera, felíz semana a ti también.
    Un abrazo.

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  6. Hey Bertomanía, bienvenido a mi humilde morada.
    Un abrazo.

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